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Mensaje  El_Mercenario Vie Oct 29, 2010 6:56 pm

Un golpe de viento sacudió la contraventana con fuerza, pero la argolla que la sujetaba realizó estupendamente su trabajo dejándola en su sitio. Dentro de la taberna varios marineros se amontonaban en las viejas mesas con sus jarras de acero abolladas y a medio llenar. Unos discutían de naderías mientras otros pasaban el rato jugando a los dados o a los naipes.

El crepitar del fuego de la chimenea apenas se escuchaba por las voces de los rudos marineros. Junto al fuego estaba un viejo perro que dormitaba esperando la hora de cenar y un anciano con la mirada perdida en las ascuas. Llevaba una viaje pipa en su mano que de vez en cuando llevaba a sus agrietados labios. En la barra estaba el propietario del local apoyado sobre una vieja viga de madera que sujetaba la planta de arriba de la vivienda, donde tenía varias habitaciones que solía alquilar. Ya fuera por horas o por días, dependiendo de lo que buscase su clientela. Era un hombre corpulento. De esos que es mas fácil saltarlo que rodearlo. Llevaba un viejo trapo colgando del cinturón que utilizaba para limpiar tanto las jarras usadas como las mesas o la propia barra donde se apoyaban los clientes. Su cara tenía una cicatriz bastante importante que se perdía entre su barba. Estaba limpiando una de sus jarras y llevaba rato observando a un viejo marinero que estaba sentado en una de las mesas mas apartadas del local. Llevaba todo el día sentado allí, y solo le llamaba cuando su jarra de ron estaba vacía. Aquel hombre le inquietaba, pues no había echo otra cosa que beber y mirar por la ventana. Desde allí se podía ver parte del acantilado, donde las grandes olas golpeaban una y otra vez con toda su furia por el temporal. La lluvia también golpeaba la ventana, pero nada hacía que aquel hombre apartase su mirada de allí. ¿Qué estaba buscando aquel viejo?.

Hacía muchas horas que había entrado en la taberna. Lo primero que hizo fue pedir una jarra y sentarse en la mesa mas apartada y con mejores vistas del lugar. Desde allí podía observar su mundo, podía observar la mar. Aquellas aguas que golpeaban con tanta fuerza la costa, lo habían llevado por medio mundo. Gracias a ella, su vida había estado siempre pendiente de un hilo, pero al final, había podido disfrutar de la libertad que no hubiera tenido en la granja que abandono siendo un cachorro. Cuando abandono la granja perdió a su familia, pero gano la libertad. Nunca se había arrepentido de ello. Pero ahora se había terminado. Nunca mas volvería a navegar. El médico de la aldea había sido claro y conciso. Sus pulmones no daban para más. El escorbuto lo estaba devorando por dentro y cada vez que tosía, un pedazo de su vida se iba entre la sangre que escupía. Levantó la jarra y dio un nuevo y largo trago. Solo le quedaba aquello, el ron y observar la mar.

Después de un rato se incorporo, se acerco al propietario y le lanzó dos monedas de plata y sin mediar palabra salio de la taberna mientras se colocaba su viejo y roído sombrero. El propietario cogió las dos monedas y las mordió para saber si eran buenas. Cuando vio que así era sonrió y las guardo en su bolsillo.

Fuera el viento golpeó el rostro del anciano. Era un hombre corpulento, pero no como el dueño de la taberna. Tenía unas espaldas como las de un buey y unos brazos como los de un herrero, pero por dentro se estaba pudriendo. Lentamente y enfrentándose al temporal se aproximó al acantilado. Allí bajo sus pies pudo observar como las olas luchaban con la tierra reclamando para ellas un pedazo para conquistar. El anciano sonrió. Le gustaba lo que veía. Recordaba cuando en infinidad de ocasiones había estado sobre las olas en un navío y había participado en aquellas batallas. Esta vez escupió la sangre que subía desde sus entrañas al suelo. Fue en aquel preciso instante cuando le pareció escuchar una voz. Durante unos instantes apartó la mirada de la mar y busco tras de si. No había nadie, así que volvió a mirar a la mar. Allí, frente a él, a poca mas de un metro estaba una mujer extraña observándole. No era una mujer normal, pues estaba semidesnuda y su larga melena oscura jugueteaba al son del aire. Era muy bella y joven, una mujer que hubiera vuelto loco a cualquier hombre. Mas que su belleza le llamo la atención que estuviera semidesnuda y algo que sobresalía de su espalda. ¿Qué demonios era aquello? La mujer dio un paso adelante y le dijo:
- A llegado la hora Reed, tu y yo lo sabemos.
La voz era dulce y tranquila. El anciano nunca había temido a nada y menos a una mujer. Sonrió y afirmo con la cabeza:
- Lo se.- Fue lo único que llego a decir.
La mujer dio media vuelta y entonces pudo ver que lo que sobresalía de su espalda eran dos alas negras, como las de los ángeles que mencionaban los papanatas de los curas en su verborrea de los domingos. La mujer dio y salto y desapareció de su vista.

Reed sonrió, había llegado el momento. Si temor empezó a andar, y cuando llego al borde del acantilado no se detuvo. Solo el violento impacto de una gran ola contra el acantilado fue testigo de lo allí acontecido. De la mujer y de Reed nunca mas se supo.
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