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Encuentro en la taberna

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Mensaje  Kerish Sáb Mayo 07, 2011 7:06 pm

Después de haberse conocido, Elric y él quedaron en una taberna, la más concurrida del reino.
El bárbaro tenía todo el aspecto de haberse levantado de entre los muertos.
Estaba solo, en una mesa, y terminaba una jarra de cerveza que se había pagado con lo que conservaba del dinero de las luchas anteriores.
El pago por la batalla en nombre del rey de Camelot le había llegado a las manos tras presentarse en palacio manchado de sangre enemiga y con la armadura de cuero raída a cortes. Un tipo dijo al rey que lo que el bárbaro exigía era justo y decía verdad, pues fue uno de los pocos supervivientes de la matanza de la puerta norte.
Quisieron alabar su valentía en las fiestas de esta noche, pero el bárbaro se retiró de la audiencia. Había luchado y había recibido su pago. No quería nada más, era un tipo simple.
Sin embargo, esa sensación extasiante cuando le miraban otros hombres con respeto y admiración crecía en él con sus latidos. Se sentía alguien.
Era alguien. Ya no era un bárbaro que no tenía cómo ganarse la vida.
Era un salvador, un superviviente, un héroe. Y el saludo marcial alzando las armas frente al rostro, con un “fieles hasta la muerte”, le hacía sentir el agradable sarpullido de la gloria en su piel. El dios tenía razón.
De vuelta en sus pensamientos, en la taberna, alguien se sentó frente a él. Pero ni siquiera lo había notado.
Era como si esa mujer ya estuviera ahí desde hace un buen rato, compartiendo su bebida con él. La miró, y contempló el rostro más hermoso que había visto hasta la fecha. Unos ojos del color de las cerezas, una piel clara, y un cabello brillante, tan brillante que en lugar de parecerle rubio bajo la luz de las teas, se dio cuenta que era blanco.
Se acordó de Elric, pero ella no era Elric, ni compartía nada con él. Kerish se sobresaltó un poco cuando ella estiró una mano hacia una botella que antes tampoco estaba ahí, ni las dos copas.
—Saludos—.
—Hola…—.
—¿Os molesta si os invito a una copa?—susurró ella.
Su voz era suave, y un poco ronca. Eso le encantaba a él.
—Las que quieras, mujer—.
Ella sonrió y vertió el líquido de color dorado oscuro en la copa frente a él. Luego, en la suya. Tenía una rosa frente a su busto, con los pétalos aún frescos que el bárbaro podía apreciar.
Estudió su rostro, sus prominentes pómulos, su barbilla ovalada, su nariz, no muy pequeña y de forma suave, sus labios todo un manjar que cualquier hombre querría paladear. Y además de esa extraña belleza atemporal, estaba ese apetecible cuello, un poco largo, y de piel brillante.
Indeciso, por si era brujería o no lo que estaba sucediendo, acercó despacio la mano hacia la copa. Ella sonrió, era como niño que empezaba a usar un vaso, no sabía por dónde coger la copa. Así que la asió con una mano estranguladora por el fino cuello de cristal.
—¿Estás sola?—.
—Estoy contigo—.
Ella bebió de su copa, y él también, vaciándola de un trago por la contundente sinceridad de su inesperada acompañante. El nuevo licor le pareció seco y amargo, le ardía en la garganta.
Estaba bueno.
La mujer le miró y contuvo una sonrisa, sirviéndole más licor. Se miraron, y bebieron juntos, acabando sus copas del siguiente sorbo. Entonces, ella se relamió, y le miró fijamente a los ojos.
Él se sintió algo avergonzado, no estaba acostumbrado a que una mujer le mirase así, y bajó un poco la mirada hacia la mesa, mirando la rosa. Supo que se trataba de una mujer comprometida, pues esa flor debía habérsela dado su hombre.
—Tengo muy poco tiempo, y he de dar esto…—, susurró balanceando la rosa—…A alguien a quien espero—.
Parecía que la mujer del cabello blanco con esos ojos rojos le había leído algo en la mirada, pero no se dijeron nada. Hubo un silencio, y ella rectificó, recalcando de nuevo cada palabra.
—Es decir, esperaba a alguien—sonrió de nuevo la mujer del cabello blanco, que lucía un extraño anillo con una piedra que brillaba verdosa, sobre el dedo anular en la mano derecha.
Su vestido era rojo, y destacaba el contraste con su melena nívea.
—¿Ah sí? Yo también, podemos esperar juntos—.
—No, el hombre que esperaba ya ha llegado—dijo la mujer con una sonrisa que encandilaba, levantándose despacio, y se giró de espaldas a él.
“Qué suerte tienen algunos“, pensó el joven bárbaro, con el codo y el antebrazo derechos sobre la mesa, y la mejilla izquierda sobre el puño izquierdo.
Y como si ella hubiera escuchado su pensamiento, se giró, y dejó caer algo en las manos de él. Kerish miró la rosa, impresionado, y devolvió la vista al frente. Ni ella, ni las copas ni las botellas estaban ya allí.
La mujer le había dejado con una flor y con un corte de mangas, o era lo que él consideraba que ella había hecho. Pero se sentía más que halagado, cuando, al llevarse la zurda a una mejilla, se dio cuenta por el calor de su piel que se había ruborizado más de lo acostumbrado.
Porque en el encuentro en la taberna, después de todo, Kerish conoció a la mujer que amaría incondicionalmente y que le devolvería sus desterrados sentimientos.
Y también, a aquélla que le haría más daño.
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