Fiesta de Fundadores
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Fiesta de Fundadores
PRÓLOGO
Como no podía ser de otro modo, la casa de los Fox estaba engalanada acorde a la ocasión. Una larga cinta con los colores de la bandera nacional serpenteaba por el pasamanos de madera oscura de la escalera, dando la bienvenida a todos los invitados a la fiesta que se celebraba en el hogar del alcalde, próximo al ayuntamiento. Un criado, un muchacho de ascendencia hispana que rondaría la veintena, se encargaba de recibir uno a uno a los invitados para que le entregasen sombreros, chales, bolsos y demás prendas que no quisieran portar durante la velada, y guiarlos hasta el salón, donde Jeremy Fox y su esposa ejercían de perfectos anfitriones.
La casa era una de la más grandes del pueblo y había pertenecido a los Fox desde la fundación Twin Falls. Con dos plantas y una pequeña buhardilla, hacía esquina, al sudoeste de la plaza. Al otro lado de la calle, a la derecha, estaba el ayuntamiento. Enfrente, el Saloon Dalton. La fachada estaba pintada de un amarillo muy claro. La señora Fox siempre decía que tenía la luminosidad del blanco, pero era mucho más limpio. Un capricho que había traído de cabeza a medio pueblo unos años antes, hasta que todo quedó a gusto de la Primera Dama, como la llamaban a veces, entre críticas y cotilleos propios de las señoras decentes, que no tenían más vicio que hablar de los pecados ajenos y que todas las semanas limpiaban su alma con una pequeña charla con el Padre Callahan antes de los oficios.
En el salón de la casa, la habitación principal de la planta baja, habían dispuesto butacas y sillas para todos los asistentes, las pesadas cortinas granate estaban abiertas, dejando únicamente los finos visillos blancos para tamizar la luz de la tarde y aprovechar la calidez del sol que todavía entraba por las ventanas, que los criados habían limpiado a conciencia esa misma mañana.
Juliana Fox era puntillosa con los detalles y se había asegurado de que todo resultara armonioso en su casa. Las butacas, de color crema, tenían ribetes del mismo tono de las cortinas. Las sillas habían sido tapizadas en la misma tela. Y, para las que iban a llevar de otras habitaciones, había encargado almohadones que se ataban a las patas, para ocultar su color original y que no arruinasen el ambiente del salón.
En el comedor, al otro lado del recibidor y anexo a la cocina, la mesa ya estaba montada. Vestida con la mantelería blanca, bordada con finas flores en el mismo color, las servilletas con el detalle en una esquina, dobladas en triángulo. La cubertería de plata brillaba a ambos lados de la vajilla de las ocasiones especiales, que tenía, en el centro de cada plato, una suave F cursiva, inicial de la familia. Copas para vino y agua se ordenaban de mayor a menor. Dos pequeños centros de mesa, con flores frescas y tres candelabros, remataban la mesa.
- Buenas tardes, señora Dalton -saludó el criado, inclinando levemente la cabeza ante la mujer apenas abrió la puerta, dejándola pasar al recibidor-. Señor Dalton -dirigió el saludo hacia el muchacho de trece años que la acompañaba-. Bienvenidos. ¿Me permite su sombrero, por favor?
Minerva Dalton era una mujer llamativa. No era la más hermosa del pueblo, pero nadie diría que era fea. Con el cabello rubio, los ojos claros y una expresión llena de seguridad en sí misma, la viuda de Tom Dalton había sabido mantener en auge el negocio familiar: el Saloon.
Los Dalton, encabezados por James Dalton, habían sido una de las familias fundadoras de Twin Falls. Su hijo mayor, el primer Tom Dalton del pueblo, había heredado el patrimonio familiar, pero su larga enfermedad, unida a la prematura muerte de su hijo, habían mermado sus posesiones hasta dejarles únicamente el Saloon y otro edificio cercano a la plaza principal, que tenían arrendado. Todo pertenecía ahora al joven Tom Dalton III, pero era su madre la que se encargaba de velar por sus intereses, hasta que tuviera edad suficiente para hacerlo por sí mismo.
El pasado invierno había sentado muy bien al joven Tom. Había crecido varios centímetros y su cuerpo ya estaba más cerca del de un hombre que del de un niño. Hasta le había cambiado la voz. Era un muchacho inteligente y curioso, acostumbrado a tratar con adultos y con buenos modales que, a pesar de haberse criado entre bailarinas, borrachos y jugadores, Minerva había inculcado en su rubia cabeza. Se parecía a su padre, aunque era fácil descubrir en él rasgos de Minerva, como la forma de la nariz o el corte de las cejas. La boca, de labios llenos, era indiscutiblemente Dalton.
El criado se llevó el sombrero y el chal de Minerva. Tom no quiso desprenderse de la chaqueta. Ya era un hombre y los hombres llevaban el traje completo toda la velada. Ofreció el brazo a su madre y dejaron que el criado les abriera la puerta, de doble hoja, del salón. Un corto silencio se hizo en la estancia, para ver quién llegaba.
- Los señores Dalton -informó el muchacho antes de apartarse.
Jeremy Fox se disculpó con los Zelman para ir a saludar a los recién llegados, acompañado de su mujer.
- Mi querida señora Dalton.
- Señor Fox, ¿tanto formalismo? -sonrió, dejando que el alcalde tomase su mano y se la besara, sobre la tela del guante. Sabía que a Jeremy Fox le gustaba creerse un galán y ella le dejaba llevar ese inocente juego.
- Oh, vaya. ¿Este caballerete es Tom? Pronto tendré que llamarte de usted, jovencito.
- Buenas tardes, señor Fox, señora Fox.
- Bienvenido, Tom -intervino Juliana-. Pero pasa, pasa, ve a charlar con los jóvenes -le invitó a dirigirse hacia el final del salón, donde los más jóvenes se reunían.
Tom asintió y se encaminó hacia allí.
- Se parece mucho a su padre -comentó Juliana.
- Sí. Es todo un Dalton.
- Estoy seguro de que podemos esperar mucho de él.
- Gracias, señor alcalde, pero entenderá que, como madre, no puedo ser objetiva al respecto.
Minerva y Juliana se reunieron con el resto de mujeres, Jeremy Fox volvió con los hombres, a charlar de negocios, de conquistas y bravuconadas y todas esas cosas que los caballeros respetables discuten mientras sus esposas comentan acerca de telas, vestidos y los últimos cotilleos del pueblo y sus alrededores.
La celebración del Día de los Fundadores comenzaba tan apaciblemente como en años anteriores, con una cena que reunía a las principales familias en casa del alcalde. Nada parecía presagiar que la de ese año, 1871, quedaría grabada a fuego en la memoria de Twin Falls.
La casa era una de la más grandes del pueblo y había pertenecido a los Fox desde la fundación Twin Falls. Con dos plantas y una pequeña buhardilla, hacía esquina, al sudoeste de la plaza. Al otro lado de la calle, a la derecha, estaba el ayuntamiento. Enfrente, el Saloon Dalton. La fachada estaba pintada de un amarillo muy claro. La señora Fox siempre decía que tenía la luminosidad del blanco, pero era mucho más limpio. Un capricho que había traído de cabeza a medio pueblo unos años antes, hasta que todo quedó a gusto de la Primera Dama, como la llamaban a veces, entre críticas y cotilleos propios de las señoras decentes, que no tenían más vicio que hablar de los pecados ajenos y que todas las semanas limpiaban su alma con una pequeña charla con el Padre Callahan antes de los oficios.
En el salón de la casa, la habitación principal de la planta baja, habían dispuesto butacas y sillas para todos los asistentes, las pesadas cortinas granate estaban abiertas, dejando únicamente los finos visillos blancos para tamizar la luz de la tarde y aprovechar la calidez del sol que todavía entraba por las ventanas, que los criados habían limpiado a conciencia esa misma mañana.
Juliana Fox era puntillosa con los detalles y se había asegurado de que todo resultara armonioso en su casa. Las butacas, de color crema, tenían ribetes del mismo tono de las cortinas. Las sillas habían sido tapizadas en la misma tela. Y, para las que iban a llevar de otras habitaciones, había encargado almohadones que se ataban a las patas, para ocultar su color original y que no arruinasen el ambiente del salón.
En el comedor, al otro lado del recibidor y anexo a la cocina, la mesa ya estaba montada. Vestida con la mantelería blanca, bordada con finas flores en el mismo color, las servilletas con el detalle en una esquina, dobladas en triángulo. La cubertería de plata brillaba a ambos lados de la vajilla de las ocasiones especiales, que tenía, en el centro de cada plato, una suave F cursiva, inicial de la familia. Copas para vino y agua se ordenaban de mayor a menor. Dos pequeños centros de mesa, con flores frescas y tres candelabros, remataban la mesa.
- Buenas tardes, señora Dalton -saludó el criado, inclinando levemente la cabeza ante la mujer apenas abrió la puerta, dejándola pasar al recibidor-. Señor Dalton -dirigió el saludo hacia el muchacho de trece años que la acompañaba-. Bienvenidos. ¿Me permite su sombrero, por favor?
Minerva Dalton era una mujer llamativa. No era la más hermosa del pueblo, pero nadie diría que era fea. Con el cabello rubio, los ojos claros y una expresión llena de seguridad en sí misma, la viuda de Tom Dalton había sabido mantener en auge el negocio familiar: el Saloon.
Los Dalton, encabezados por James Dalton, habían sido una de las familias fundadoras de Twin Falls. Su hijo mayor, el primer Tom Dalton del pueblo, había heredado el patrimonio familiar, pero su larga enfermedad, unida a la prematura muerte de su hijo, habían mermado sus posesiones hasta dejarles únicamente el Saloon y otro edificio cercano a la plaza principal, que tenían arrendado. Todo pertenecía ahora al joven Tom Dalton III, pero era su madre la que se encargaba de velar por sus intereses, hasta que tuviera edad suficiente para hacerlo por sí mismo.
El pasado invierno había sentado muy bien al joven Tom. Había crecido varios centímetros y su cuerpo ya estaba más cerca del de un hombre que del de un niño. Hasta le había cambiado la voz. Era un muchacho inteligente y curioso, acostumbrado a tratar con adultos y con buenos modales que, a pesar de haberse criado entre bailarinas, borrachos y jugadores, Minerva había inculcado en su rubia cabeza. Se parecía a su padre, aunque era fácil descubrir en él rasgos de Minerva, como la forma de la nariz o el corte de las cejas. La boca, de labios llenos, era indiscutiblemente Dalton.
El criado se llevó el sombrero y el chal de Minerva. Tom no quiso desprenderse de la chaqueta. Ya era un hombre y los hombres llevaban el traje completo toda la velada. Ofreció el brazo a su madre y dejaron que el criado les abriera la puerta, de doble hoja, del salón. Un corto silencio se hizo en la estancia, para ver quién llegaba.
- Los señores Dalton -informó el muchacho antes de apartarse.
Jeremy Fox se disculpó con los Zelman para ir a saludar a los recién llegados, acompañado de su mujer.
- Mi querida señora Dalton.
- Señor Fox, ¿tanto formalismo? -sonrió, dejando que el alcalde tomase su mano y se la besara, sobre la tela del guante. Sabía que a Jeremy Fox le gustaba creerse un galán y ella le dejaba llevar ese inocente juego.
- Oh, vaya. ¿Este caballerete es Tom? Pronto tendré que llamarte de usted, jovencito.
- Buenas tardes, señor Fox, señora Fox.
- Bienvenido, Tom -intervino Juliana-. Pero pasa, pasa, ve a charlar con los jóvenes -le invitó a dirigirse hacia el final del salón, donde los más jóvenes se reunían.
Tom asintió y se encaminó hacia allí.
- Se parece mucho a su padre -comentó Juliana.
- Sí. Es todo un Dalton.
- Estoy seguro de que podemos esperar mucho de él.
- Gracias, señor alcalde, pero entenderá que, como madre, no puedo ser objetiva al respecto.
Minerva y Juliana se reunieron con el resto de mujeres, Jeremy Fox volvió con los hombres, a charlar de negocios, de conquistas y bravuconadas y todas esas cosas que los caballeros respetables discuten mientras sus esposas comentan acerca de telas, vestidos y los últimos cotilleos del pueblo y sus alrededores.
La celebración del Día de los Fundadores comenzaba tan apaciblemente como en años anteriores, con una cena que reunía a las principales familias en casa del alcalde. Nada parecía presagiar que la de ese año, 1871, quedaría grabada a fuego en la memoria de Twin Falls.
Absenta90- Caballero
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Re: Fiesta de Fundadores
PARTE 1
Pese a que el salón era amplio, los invitados se habían dividido en dos facciones -los hombres se separarían totalmente de las mujeres después de la cena, cuando fueran al despacho del Sr. Fox para fumar y hablar-, formando pequeños grupos. Las muchachas no casaderas, salvo las solteronas como Suzie Byrne y Mary-Lou Borroughs, parecían poco interesadas en las conversaciones de partos, hijos, y remedios caseros para la familia. De forma tácita, quedaban encargadas de que los más pequeños no armasen alboroto, aunque se veían ayudadas por las criadas cuando alguno se pasaba de la raya y peligraba alguna de las queridas figurillas de porcelana de la Sra. Fox. Sin embargo, las que hace dos inviernos jugaban con muñecas, ahora estaban entrando en plena adolescencia, por lo que intentaban imitar a las más mayores. Así, entre niños como Tom Dalton, los hijos del alcalde, Igman y Ulyse, y el primo de éstos, Harold Fox, y las niñas, había un abismo de madurez que no era comparable con los años que tenían. En éstas últimas se veía un atisbo de las jovencitas que iban a ser, como la marisabidilla Lily Borroughs, la belleza de ojos verdes que era Moira Byrne, seguida por la sombra de su hermana pequeña, Lucy, y Mary-Kate Fox, reflejo de su tía Juliana. De los niños, el único que tenía algo de aplomo era el joven Tom. Así, Gjerta Zelman, que debería de haber sido el centro de atención debido a su compromiso e ir acompañada de su prometido, Robert Manson, se veía en la obligación de echar un ojo ella sola a toda esa panda de críos, reflejándose en su cara que la sonrisa que forzaba ocultaba un profundo aburrimiento.
Era la bella de la fiesta y lo sabía. Sus claros ojos destacaban en su tez pálida, pues había ocultado con polvos el resultado de su pasión: la equitación. ¡Que alboroto se hubiese armado en la casa de los Zelman si la vieja Ulrica se hubiese percatado de que su hija llevaba el puente de la nariz lleno de pecas y la tez algo más tostada por el sol! Para colmo, llevaba otro de los vestidos de debutante que le habían confeccionado para la temporada pasada, cuando aún no estaba comprometida, por lo que tenía que soportar el anodino algodón color melocotón y organdí blanco. Su pelo rubio estaba recogido en un elegante moño, en el que sus rizos se entrelazaban con alguna que otra cinta. Y en sus manos llevaba guantes de encaje, lo que le había costado una agria mirada por parte de la Sra. Zelman. Sí, era el epítome de la mala educación, pero no quería arriesgarse a que le viese las manos curtidas por el sol, como si fuese una vulgar jornalera. Sostenía un abanico que había tenido que usar en más de una ocasión, cuando la refrescante bebida se le acababa. Además, el bullicio le estaba dando dolor de cabeza, que conforme pasaban los minutos iba a más, como iba informando a quien tuviera a bien escuchar sus quejidos.
No, a nadie le extrañó que no acudiese al comedor cuando se anunció la cena, porque aunque todos la adorasen, sabían el carácter que se gastaba, que asomaba entre su dulzura y buenas palabras. Sirvieron los entremeses, el primer plato y el segundo. Para los postres, Hans Zelman se inclinó sobre su madre y le cuchicheó algo a la oreja, el ceño fruncido. Como si fuese una enfermedad contagiosa, la vieja Ulrica también frunció el ceño, imitando la cara de preocupación de su primogénito. ¿Dónde se había metido su hija? Pasaron los postres y los hombres se retiraron al despacho del alcalde para fumar y hablar, salvo dos: Olaf y Hans Zelman, agarrando el primero la ajada mano de su anciana esposa, cuya cara de preocupación había pasado a una de miedo. Gjerta jamás les había hecho esto.
Su hermano mayor interceptó a una de las dos criadas del servicio de los Fox para que buscase a la muchacha por la casa. ¿Para qué alarmarse? Podría estar sufriendo su jaqueca en silencio en alguna habitación, en vez de compartirla con el resto de invitados. Sin embargo, cuando entró en el despacho de Jeremy Fox, aún tenía el ceño fruncido.
– ¿Un cigarro, Zelman? – Ofreció el orondo alcalde al socio de la serrería. Éste negó con la cabeza y se mesó la barba rala que se había dejado desde un tiempo para acá. Fox expulsó el humo que retenían sus pulmones y puso una de sus manazas en los hombros del espigado holandés. – ¿Qué pasa? ¿Te ha sentado mal el cordero? A mi me pasa lo mismo, aunque quién puede resistirse a los platos de la Sra. Wright, ¿eh?
– No es eso. – Pese a que le salía ser tan arisco como su hermana, se quitó la mano del alcalde de encima con parsimonia y le echó un vistazo al resto de la sala. En ese momento, tocaron a la puerta y una azorada sirvienta entró, retorciéndose las manos y mirando al suelo.
– ¿Sí, Trudy? – Preguntó Fox con una ceja alzada. No le gustaba que interrumpiesen sus pequeños placeres.
– Señor. – Alzó la mirada hacia Hans, asustada. – Señor. No la hemos encontrado. Recibió recado y bajó. No ha vuelto.
El alcalde mordió su cigarro y puso un gesto de incomprensión.
– ¿Quién no ha vuelto? – Miró a Zelman. Mirada de alcalde, claro está. Quería una respuesta.
– Gjerta. Ha desaparecido.
Era la bella de la fiesta y lo sabía. Sus claros ojos destacaban en su tez pálida, pues había ocultado con polvos el resultado de su pasión: la equitación. ¡Que alboroto se hubiese armado en la casa de los Zelman si la vieja Ulrica se hubiese percatado de que su hija llevaba el puente de la nariz lleno de pecas y la tez algo más tostada por el sol! Para colmo, llevaba otro de los vestidos de debutante que le habían confeccionado para la temporada pasada, cuando aún no estaba comprometida, por lo que tenía que soportar el anodino algodón color melocotón y organdí blanco. Su pelo rubio estaba recogido en un elegante moño, en el que sus rizos se entrelazaban con alguna que otra cinta. Y en sus manos llevaba guantes de encaje, lo que le había costado una agria mirada por parte de la Sra. Zelman. Sí, era el epítome de la mala educación, pero no quería arriesgarse a que le viese las manos curtidas por el sol, como si fuese una vulgar jornalera. Sostenía un abanico que había tenido que usar en más de una ocasión, cuando la refrescante bebida se le acababa. Además, el bullicio le estaba dando dolor de cabeza, que conforme pasaban los minutos iba a más, como iba informando a quien tuviera a bien escuchar sus quejidos.
No, a nadie le extrañó que no acudiese al comedor cuando se anunció la cena, porque aunque todos la adorasen, sabían el carácter que se gastaba, que asomaba entre su dulzura y buenas palabras. Sirvieron los entremeses, el primer plato y el segundo. Para los postres, Hans Zelman se inclinó sobre su madre y le cuchicheó algo a la oreja, el ceño fruncido. Como si fuese una enfermedad contagiosa, la vieja Ulrica también frunció el ceño, imitando la cara de preocupación de su primogénito. ¿Dónde se había metido su hija? Pasaron los postres y los hombres se retiraron al despacho del alcalde para fumar y hablar, salvo dos: Olaf y Hans Zelman, agarrando el primero la ajada mano de su anciana esposa, cuya cara de preocupación había pasado a una de miedo. Gjerta jamás les había hecho esto.
Su hermano mayor interceptó a una de las dos criadas del servicio de los Fox para que buscase a la muchacha por la casa. ¿Para qué alarmarse? Podría estar sufriendo su jaqueca en silencio en alguna habitación, en vez de compartirla con el resto de invitados. Sin embargo, cuando entró en el despacho de Jeremy Fox, aún tenía el ceño fruncido.
– ¿Un cigarro, Zelman? – Ofreció el orondo alcalde al socio de la serrería. Éste negó con la cabeza y se mesó la barba rala que se había dejado desde un tiempo para acá. Fox expulsó el humo que retenían sus pulmones y puso una de sus manazas en los hombros del espigado holandés. – ¿Qué pasa? ¿Te ha sentado mal el cordero? A mi me pasa lo mismo, aunque quién puede resistirse a los platos de la Sra. Wright, ¿eh?
– No es eso. – Pese a que le salía ser tan arisco como su hermana, se quitó la mano del alcalde de encima con parsimonia y le echó un vistazo al resto de la sala. En ese momento, tocaron a la puerta y una azorada sirvienta entró, retorciéndose las manos y mirando al suelo.
– ¿Sí, Trudy? – Preguntó Fox con una ceja alzada. No le gustaba que interrumpiesen sus pequeños placeres.
– Señor. – Alzó la mirada hacia Hans, asustada. – Señor. No la hemos encontrado. Recibió recado y bajó. No ha vuelto.
El alcalde mordió su cigarro y puso un gesto de incomprensión.
– ¿Quién no ha vuelto? – Miró a Zelman. Mirada de alcalde, claro está. Quería una respuesta.
– Gjerta. Ha desaparecido.
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